Déjame contemplarte mientras duermes,
no para robarte el sueño,
sino para convertirme en cómplice de la noche,
que guarda en silencio nuestros secretos.
Cuando tú duermes,
las ciudades dejan de arder en mi pecho.
Tu espalda
guarda el fuego que no quema, pero tampoco se apaga,
como un rayo que ilumina la oscuridad por un instante.
Yo te miro sin tocarte,
como se mira a lo prohibido,
ese rayo que parte el alma en dos.
Y tú, con los ojos cerrados,
ríes del mundo,
mientras yo, cobarde de siempre,
dejo mis versos debajo de la almohada,
como un niño que ama demasiado y no sabe decirlo.
Déjame mirarte sin ser visto,
como quien se asoma a un pozo y encuentra en el fondo el reflejo de lo imposible.
Déjame, aunque nunca me llames,
guardar tu forma de respirar,
para cuando ya no sepa cómo amar sin ti.
Porque si despiertas y me nombras,
yo ya no seré el que escribe,
sino el que arde
Sé que tu pequeño no viene con filo,
que no buscás herirme,
que quizás solo intentás acercarte
como sabés,
desde lejos,
desde lo que no supimos compartir.
Pero no me llames pequeño.
Porque en tu voz,
esa palabra me encoge.
Me recuerda al niño que aprendió a callar,
al que nadie veía llorar,
al que tuvo que hacerse fuerte
cuando más necesitaba ser sostenido.
Cuando vos lo decís,
no me siento amado,
me siento disminuido.
No porque lo digás con maldad,
sino porque no supiste ver
todo lo que me costó ser grande.
Hay una voz…
una sola,
que puede decir pequeño
y todo en mí se calma.
Cuando ella lo dice,
el mundo se me vuelve suave.
Ahí sí me entrego,
ahí sí me dejo caer,
porque sé que pequeño no significa débil,
ni menos,
ni invisible.
Pequeño, en su voz,
es la forma más alta de ternura.
Es volver al centro,
al regazo,
a la certeza de que no tengo que demostrar nada.
Que puedo doblarme,
cerrar los ojos,
y confiar.
Con ella, pequeño no me reduce,
me recoge.
No me borra,
me afirma.
No me exige ser más,
me permite ser yo.
Por eso no es enojo lo que siento
cuando vos lo decís,
es desajuste.
Como si tocaras una melodía conocida,
pero con las notas que faltan.
No me llames pequeño,
no porque no lo sea,
sino porque aprendí
que para ser pequeño de verdad,
primero tuve que hacerme grande.
Y solo con ella,
finalmente, puedo ser las dos cosas.
Adiós, Mario.
Te leí con el alma abierta
antes de saber quién eras.
Tu pluma me hizo temblar,
me hizo creer,
me hizo amar lo que no entendía.
Fuiste el verbo feroz,
el amante de palabras indomables,
el cronista del abismo
que tantos callaban.
Y sin embargo,
con cada página que adoré,
fui odiando al hombre
detrás del genio.
Tu voz , tan llena de pueblos,
de selvas, de sueños rotos,
se vendió a los tronos,
a los imperios que desangran.
¿Qué te pasó, Mario?
¿Cuándo se volvió tu tinta tan servil?
¿Dónde enterraste al joven insurgente
que escribía con fuego?
Me duele despedirte
como se despide a un traidor querido,
con el corazón en dos
entre la belleza y la rabia.
Te agradezco el arte,
pero no te perdono el resto.
Adiós, Mario.
Te fuiste hace tiempo.
Hoy se entierra lo que queda.
No quiero ser solo un roce en tu piel,
quiero quedarme, dejar mi rastro
en cada rincón de tu cuerpo.
No quiero un beso que el tiempo borre,
quiero tatuarlo en tu boca,
que me pertenezca.
No quiero miradas furtivas,
ni silencios cobardes;
quiero que tiemble el aire
cuando diga tu nombre.
No quiero un amor que se esconda,
quiero uno que te doblegue,
que te consuma,
que haga cenizas todo lo que fuiste
antes de mí.
No quiero solo una aventura contigo,
quiero todas, una tras otra,
hasta que no recuerdes
quién eras antes de mí
y solo exista después de mí.
Voy a escribir mi deseo en tu piel:
versos en cada jadeo,
estrofas en cada súplica,
un libro entero con tu historia
como mi favorita.
Tegucigalpa,
cada día menos mía
y yo,
cada día menos tuyo.
Te desdibujas en la bruma del recuerdo,
calles que ya no conocen mi paso,
y voces que olvidaron mi nombre.
Los cerros que me vieron crecer
ahora me miran de lejos,
como si yo fuera un hijo errante
que nunca regresó
o que regresa siendo otro.
Te llevaste cosas que no sé nombrar:
mi acento,
mi infancia,
mis primeros amores,
las primeras ganas de cambiar el mundo.
Y yo me llevé tu silencio,
tus vacíos,
tus heridas que nunca supe sanar.
Soñé con nosotros
pero no quisiste mis sueños
y tuve que aprender a soltarlos.
A veces te extraño con rabia,
otras, con resignación.
Tegucigalpa,
te pienso como se piensa a un viejo amor:
con ternura y desencanto,
con cicatrices
que aún enseñan a sentir.
Porque tú,
Tegucigalpa,
eres —aunque nos joda —
la ciudad que se quedó con mi nombre.
Me abriste un instante,
el vapor de tu aliento fingió derretirse,
pero cuando mis manos bajaron a tu valle,
me volviste erupción contenida.
Dos colosos sudando promesas,
la ciudad temblando entre nuestras piernas,
pero el fuego nunca estalló,
solo humo perdido en la neblina.
Nos tuvimos sin poseernos,
Te besé como lava ardiente,
pero tus besos eran nieve
te quise despierto, tú me soñaste dormido.